Podía escuchar el melancólico lamento desde la calle conforme me acercaba a mi casa. No cabía duda, se trataba de mi Jack Russell terrier de 16 años “aullando amargamente”.

Una vez adentro, encontré a Zoe en la cocina observando la pared color gris claro mientras continuaba con su tonada lastimera. Ya llevaba un año presentando ese comportamiento extraño: se perdía en la casa, chocaba con las esquinas, orinaba las alfombras y aullaba acongojada.

La veterinaria me dijo que no había una prueba definitiva, pero estaba de acuerdo con lo que yo presentía: Zoe padecía demencia. Yo conocía muchos de los síntomas, pues eran similares a los que mi madre presentó por la misma enfermedad en sus últimos años de vida.

“¡Hola, Zoé, aquí estoy!”, le grité ese día al entrar en la casa. No hubo reacción. También estaba prácticamente sorda.

Como ya era una rutina habitual, me arrodillé para que pudiera verme y estiré la mano para acariciar su oreja suave. Le encantaba que lo hiciera y ella se inclinaba hacia mi mano, pues era su manera de reconectarse conmigo.

La primera vez que temí que algo anduviera mal con mi madre fue una década antes de que muriera a causa del cáncer de pulmón.

Un radiante día de verano contestó el teléfono de la cocina y pude escuchar a mi amiga Holly preguntando: “¿Puedo hablar con Steven?”. Yo estaba de visita en su casa, su primogénito, y estaba de pie junto a ella.

Aun así, mi madre respondió: “Aquí no vive ningún Steven”. Tomé el teléfono abruptamente y dije: “Hola”.

La primera pregunta de Holly fue: “¿Tu madre está bien?”. En realidad no lo sabía, pero mentí para encubrirla. “Ah, sí, hay mucho movimiento aquí con los nietos, creo que no te escuchó”.

Después de colgar con Holly, interrogué a mi madre exasperado. “¿Qué te pasa? Estaba acá”. No me respondió y yo no comprendí el triste e irritante comienzo.

Al año siguiente olvidó mi cumpleaños, un suceso que, al menos en su mente, alguna vez fue una importante fiesta nacional. Conforme pasaba el tiempo, mi madre se desorientó más.

Insistía en que estábamos en su casa de la playa cuando, en realidad, estaba en su departamento en la ciudad de Nueva York.

Yo la desafiaba, iniciando con frecuencia con un lamento, “¡Mamá!”. Esta no era la madre que conocía. Y, aunque en esos primeros años no lo comprendí, ella estaba desapareciendo a plena vista.

Pero no se iría sin dar batalla. Cuando se la desafiaba, la fiera interna de mi madre cobraba vida y su lengua se volvía más perversa que nunca. Un día había insistido en ir a la sala de urgencias, pero cuando llegamos lo único que quería hacer era huir.

Me llamó (yo me encontraba a cientos de kilómetros de distancia) y cuando le dije que tenía que terminar de someterse a los análisis que habían comenzado en el hospital me dio mi merecido: “Sos muy mal hijo. ¿Cómo puedes hacerme esto, en especial después de todo lo que hice por ti?”.

Yo estaba desconsolado. Confundido. Herido. Y molesto. Traté de ser compasivo, pero ella seguía provocándome. No siempre fui el más amable con ella, lo cual me agobiaba en aquel entonces, y aún ahora. Mas que nada, yo seguía tratando de aferrarme a la madre que había conocido toda mi vida.

Lo mismo hice con mi perro. Durante aproximadamente nueve meses logré mantener la enfermedad de Zoe con las menores afectaciones, en especial porque –al igual que mi mamá– ella tenía días buenos y días malos, pero recientemente había salido más allá del patio frontal y llegó hasta la calle de dos carriles. Debió confundirse al llegar a la señal de alto.

Mi vecino de al lado la encontró sola, triste y aullando. Me avisó de inmediato y corrí a recogerla para traerla a casa.

Cuando tuve a Zoe de regreso en mis brazos, el vecino me preguntó directamente: “¿Cuánto tiempo lleva con demencia?”. La palabra resonó con dureza en mis oídos. Su secreto (nuestro secreto) se había descubierto.

Después de eso, me volví más cuidadoso con Zoe: ya no la dejaba salir al patio, no dábamos paseos por el parque sin correa. Para calmarla, la veterinaria le recetó Prozac, el mismo medicamento que tomó mi madre para controlar su ansiedad mientras perdía su posición en el mundo.

Unos meses antes de la muerte de mi madre, vimos un comercial de televisión de un medicamento para el mal de Alzheimer. Mi madre volteó hacia mí y dijo con una sonrisa: “Al menos no padezco eso”. “Tienes toda la razón”, coincidí. Después de todo ella padecía demencia.

La enfermedad de mi madre me cambió, me enseñó a ser más paciente y compasivo. Eso me sirvió mientras ayudaba a Zoe en su camino hacia el final. Comprendí que su incontinencia no era deliberada y tenía “protectores para cachorros” colocados estratégicamente por toda la casa.

Guardaba una botella de dos litros de “destructor de orina de fuerza profesional” para limpiar cuando hacía una gracia.

Ya no se pronunciaba el “perro malo”, no había regaños, pero tampoco dormía toda la noche y por lo general estaba cansado y malhumorado.

En ocasiones, mis emociones se desbordaban, pero nunca con ella. Pocos días antes de las fiestas, Zoe se fue, sostenida por mi amor, liberada y en paz. Como mi madre, quien había estado en la misma posición tres años antes.

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