Los creyentes en Cristo a menudo luchan con la vergüenza por pecados cometidos en el pasado. Esto podría provocar dudas en cuanto al amor de Dios, porque se sienten indignos de ser sus hijos. Como resultado, sus sentimientos de culpa los agobian, agotan sus fuerzas, disminuyen su esperanza y los alejan del Señor.
Tanto la conciencia como el Espíritu Santo producen sentimientos de culpa en nosotros cuando cometemos pecados, lo que nos lleva a confesarlos y arrepentirnos. No obstante, si hemos puesto la fe en Cristo como Salvador, no hay razón para aferrarnos al remordimiento después del arrepentimiento, porque el Señor cargó con la culpa de todos nuestros pecados cuando murió en la cruz. Ahora estamos perdonados, reconciliados con el Padre, y la justicia de Cristo nos ha sido acreditada.
Aunque todavía pecaremos, Dios nos ha dado un camino para la restauración y la limpieza por medio de la confesión (1 Jn 1.9). Aunque es natural sentir remordimiento por el pecado, no tenemos que hundirnos en la autocompasión. De hecho, hacerlo es negar la suficiencia de la muerte de Cristo como pago por nuestros pecados.
Si usted tiene tal sentimiento, confiese sus pecados y medite en la redención que Cristo compró para usted con su sangre. Entonces, créale a Dios, y deje que su verdad le haga libre.